lunes, 5 de marzo de 2012

POR LA RUTA DE LA SANTA

Era una mañana brumosa, tibia, encalmada. Tuvimos que hundir los acicates en los ijares de las yeguas para salvar aquel repecho, salpicado de helechos y de jaras, en cuya cima se asentaba, semejante a una gaviota, el puesto fiscal que destacaba sus tonos de enjalbegado en el horizonte gris. El valle interfrontero lo recorrió veloz mi caballo gitano que parecía recordar aquellos tiempos en que, al servicio de contrabandistas, burlaba la vigilancia de carabineros y guardiñas, serpenteando rápido entre matorrales y carrascas. Bordeamos una montaña pizarrosa a cuya falda se tiende la umbrosa ribera con frescura de negrillos, rumores de agua y fuentes, olores de tomillo y de romero, y allá entre la tupida enramada de una naturaleza bravía, se dibujaron los tonos verdinegro de San Martinho.
(...)
El paisaje no cambia. Parduscos altozanos que destacan entre los helechos que verdean; inmensas praderas de verdor perenne; rebaños junto al aprisco; vacadas que pacen y jatos que retozan; blancos palomares que se posan entre la vegetación exuberante; pastores y zagales que sestean al abrigo de los árboles. Por el camino nos encontramos con grupos de peregrinos que vienen de ver la Santa. Unos son de los últimos límites de la Puebla de Sanabria, acompañan a una cieguita que guarda con fervor entre su manta sayaguesa el agua milagrosa. Vienen confiados en que la Señora la curará. «¡Hay tantos que han curado!». Otro grupo es de la provincia de Salamanca. Llevan un niño que entre sus manecitas aprieta una muleta.
La Santa le salvará. El viernes pasado fueren ellos mismos testigos de un milagro; la curación de un tullido. Me voy convenciendo de que la sugestión es contagiosa; mi alma ha sufrido una fuerte sacudida y por su puerta entreabierta ha querido colarse una duda supersticiosa.
(...)
Y allí esta Pova. Por sus casucas achaparradas, terrosas, de cubierta de pizarra, con excrecencias de musgo, han pasado la estupefacción y el pasmo. El cielo nimboso aumenta la pesadez del ambiente. La suerte nos depara un buen encuentro. Nos hospedamos en la casa de una íntima amiga de la Santa, en quien ésta depositó sus confidencias a cambio de los alientos y estímulos para proseguir su buena obra. Una tapia terrosa, agrietada, coronada de jaras secas y sarmientos rodea el corral que da acceso a la morada de la vidente. Saltando por el estiércol empapado, que chapotea al pisarlo, se suben unos peldaños de piedra berroqueña adosados a la pared; un sombrerete de madera carcomida, leñosa, guarece la tosca pasarela. Desde el umbral se ve toda la casa. Allá enfrente por una puerta entornada se ve la cocina que también se utiliza para vivienda. A la izquierda una amplia habitación con varias camas (jergones sobre tablas), y sirviéndole la pared frontera de retablo un altarcito, antiestético, con flores mustias de trapo, recargado de cromos de vírgenes y postales religiosas. En el centro un Niño-Dios coloreado de bermellón y vestido de percal. Es el altar donde la Santa ora. La habitación esta llena de gente que musita oraciones. Una atmósfera, no renovada, se masca. De techo ennegrecido penden algunos ex votos. Apoyada en el quicio de la puerta, en actitud de abandono, hay una muchacha a mi contigua.
-Esa es la Santa-me dice mi cicerone.
Fijo los ojos en ella; los suyos están clavados en el suelo.

-¿Tú eres Mariana?-la pregunto
-Si señor, Mariana Juan.-Me dice con su dulce acento lusitano y al contestar me mira con sus ojos limpios azulados, en expresión de candor.
-¿Cuantos años tienes?
-Quince.
-¿Cuando se te apareció la virgen?
-Varias veces, señor. La primera vez fue hace dos años, en el día de Pascua. Mis hermanas mayores (somos siete hermanos y yo la más pequeña) no quisieron que las acompañase de mañana a la función religiosa de las mozas. Me quedé contrariada en la cama; ahí en esa habitación. (Y me indicaba la de enfrente a la en que el altar está colocado). Estaba despierta y noté que la estancia se inundaba de resplandores, y en medio una señora que a mi se dirigía. Me asusté; pero entonces la Virgen, que ella era me dijo: «No temas, Mariana, que vengo a contentarte». Estuvimos hablando y al despedirse me recomendó que nada dijera; pero no pude callarlo. Mi hermanas cuando regresaron, algo debieron notar en mi y a sus pregunta las referí lo sucedido. Estaba yo otro día en los prados de Picao hilando apoyada en una roca mientras las vacas pacían y se adelantó hacia mí la sombra de la Virgen. Yo corriendo hacia ella la pregunté. «¿Queréis, señora algo de mí padre?» Y ella me contestó «No, hija, de ti quiero que seas mi sierva. Di a los pecadores que hagan penitencia».
-No me creerán, la repliqué. «Tú paladar gustará de tierra y ceniza para que viéndolo te crean»
-¿...?
-Si señor, la comí y tenía un rico sabor.
-Y el manantial milagroso, ¿dónde está?
-Está bastante lejos, en los prados de Picao. No pensaba ir esta tarde, pero iré. Suelo ir todos los días dos veces.
Mariana Juan es una muchacha simpática, de cara agradable. Su estatura es la ordinaria en las chicas de su edad Su complexión regular. Sus labios delgados se contraen a veces en una mueca de indiferencia. Generalmente miran al suelo; pero no en actitud de humildad ó recogimiento
Cuando ensillamos los caballos para ir al manantial nos avisan el paso de la Santa. Largas hileras de vecinos y forasteros, curiosos ó creyentes, se agolpan para verla. La escoltan caballerías con enfermos. Yo quiero observar y espoleo mi caballo. El día es de prueba de la fe. Comienza a llover torrencialmente. Nos detenemos para acorazarnos contra la lluvia. Proseguimos la ruta y en un recodo llegan a nosotros los ecos de una salmodia: es la Santa que con sus acompañantes se ha guarnecido bajo un gran zarzal del camino y entonan el Ave María mientras paraba el chubasco. Cesa la lluvia, y reanudamos la caminata. Junto a Mariana camina un mocete, rollizo, de su edad; primo de ella, de cara simpática que de vez en cuando desliza a su oído palabras quedas. Los dos se miran y ríen. Atravesado en el camino hay un largo culebrón que produce algarabía en el infantil grey. Mariana juguetea con sus amigas y sus risas candorosas se entremezcla con los chillidos de sus compañeras.
Llegamos a Picao. Un barbecho amarillento parece sembrado de bloques de piedra blanquecina que la fe de la Pova, arrastró hasta allí para erigir una capilla a la Virgen de la Santa. Rodeado de verja de hierro, semejante a una gran jaula de loro, está el sitio donde la Virgen posó sus plantas. La Yerba ruin del camino tornose lozana en el cuadro que la Virgen pisó, reservada hoy de las irreverencias del pasajero, es su tierra milagrosa, la que comparte la virtualidad salutífera con el agua sosa, algo pastosa, que crece en el pozo contiguo. Más allá, un tinglado de tablas guarece del viento la pila de los baños. Un matrimonio de cara tostada, y expresión indefinible, desnuda a su pequeñuelo enfermo de la piel. La tarde es fría. La pila se llena de agua y allí sumergen al enfermito que chapotea en el baño, mientras grita con acento entrecortado por la impresión. Milagro será si además de herpético, no sale tullido.
- ¿Y hay muchos milagros? pregunté a la confidente de Mariana.
-Sí, señor, ha habido muchos.
-¿La autoridad eclesiástica no ha intervenido?
-No diga usted nada; pero dentro de unos días irá Mariana a Zamora llamada por el señor obispo.
-Si, señor. Mire usted. Ya cuando era pequeñita y su madre salía de mañana, al regreso se la encontraba vestida y peinada y la pequeñuela decía que la había peinado una Señora.
-¿Frecuenta los Sacramentos?
-Se confiesa muy a menudo.
-¿Y las fiestas profanas la atraen?
-Casi nunca asiste a jolgorios de pueblo.
-¿Le gusta el baile?
-No señor. Me dice mi interlocutor como asombrado de mi pregunta.
- Desearía conocer la opinión del señor cura.
-¡Ah! pues no le vea usted. El señor cura es enemigo de todo esto...no cree... es muy republicano...
Y por no perder su confianza desistí de hacer esta visita, arrepentido tarde de mi indiscreción. En aquél campo no se oye una voz alta; sólo se percibe el silabeo de los que rezan y de los que hablan en tonos bajos. Junto al pozo a la intemperie se chapuzan unas mujeres con el agua santa, sin fijarse que dejan al aire sus pechos lacios que tantas veces recautó el pudor.
Por la pradera adelante camina la Santa, perdiéndose en la espesura, acompañada de una amiga, entrelazados sus brazos por la espalda...
Ya era tarde cuando trasponíamos el altozano de Picao desde donde volvimos las grupas para despedimos de aquel ambiente impregnado de cierto sadismo religioso; de aquellos matorrales que han visto nacer la leyenda en las alucinaciones de la vidente con amasijo, de supersticiones y fanatismos; y junto a los cuales quizás, ya seculares y copudos, narren la tradición a sus retoños, santeros y viejos rebuscadores de consejos. Nuestro regreso es más silencioso. ¿Sentiremos también nosotros el peso del ambiente? Al pasar por San Martinho nos alegran los acordes de una jota que exportan a la nación vecina los pueblos fronterizos. Pasan los caballos el río cuyas aguas rompen en mil gotas. Más allá, subiendo a pecho la pendiente, el color rojizo de una llama coronada de humo nos obliga a espolear los caballos. Arde la casa del monte donde nos esperan impacientes los amigos. La misma luz del fuego nos ayuda a extinguirlo. Entre olores de tomillo y de romero y a la luz de encendedores mecánicos comemos platos de dulce...
Un rayo de luna quebrado entre las jaras ilumina en el fondo del barranco el rojo escarlata de las adelfas.

José Cimas Leal. Alcañices junio 1912.
Heraldo de Zamora 08/06/1912

No hay comentarios:

Publicar un comentario